martes, 1 de septiembre de 2009

LA ULTIMA CARTA DE PIOTR ILYCH

LA ÚLTIMA CARTA DE PIOTR ILYCH

El 26 de julio de 1981 el New York Times publicó un artículo en el que el musicó-logo David Brown, siguiendo la investigación iniciada en Rusia por Alexandra Orlova, proponía la tesis de que Piotr Ilych Tchaikovsky no había muerto a consecuencia de una infección de cólera. El Duque Stenbock-Thurmor había acusado al compositor de una relación homosexual con su sobrino ante el Zar, quien tras una investigación que se mantuvo en el más riguroso secreto determinó que Tchaikovsky sufriría el castigo tradicional, incluyendo prisión, tortura física y exilio a Siberia. Mas una corte de honor aconsejó una segunda opción que preservaría la reputación del reo para la eternidad y protegería el buen nombre de la Madre Rusia.

Impelido por la curiosidad quise saber más sobre la vida del compositor, y una tarde de verano me dirigí a la Biblioteca Pública de Nueva York, donde pretendía pasar un rato ameno leyendo todo lo que pudiera sacar sobre el tópico que me interesaba. Un libro escrito en francés atrajo mi atención. Cuál no sería mi sorpresa cuando dentro de sus páginas descubrí un documento, escrito también en ese idioma, con una nota al margen que lo identificaba como copia de una carta dirigida por Piotr Ilych a su herma-no Modesto, y traducida del original ruso.

He querido que el documento sea leído por un público general, ya que considero que ilumina el tipo de prejuicio al que la sociedad somete a todo artista, y particular-mente a los que no comparten las normas sexuales establecidas. Queda claro que la muerte de este hombre fue un acto político en su sentido más radical, a la vez que una afirmación de su identidad. Que no sea, pues, en vano.


San Petersburgo, 1ro de noviembre de 1893.

Querido Modesto:

Esta será la noche más corta de mi vida. Por ello me apresuro a un último intento de comunicarme contigo. Sé el por qué de tu distanciamiento estas últimas semanas, la razón para el nombre que le diste a mi más reciente sinfonía. No te guardo rencor. Quizás todo el tiempo que he vivido en este valle de lágrimas he estado esperando este momento, a la vez clímax resonante y coda que me asusta escribir. De hecho, me libera al fin de tantos años de ese odio mortal hacia la criatura que desde los espejos me devol-vía una mirada de horror cada vez que intentaba a través de sus pulidas superficies son-dear el misterio de una existencia que ni él ni yo escogimos, pero que ambos hemos intentado modificar. Era otra la solución correcta, mas no me queda ningún otro camino abierto que el de la obediencia.

Augusto Gerke me visitó hoy a eso de las cuatro y media. Fue honrado y al grano. Me explicó la necesidad de este desenlace. Sabes de lo que hablo; a ello atribuyo tu frial-dad, pero me es necesario mencionarlo una última vez, abrirte el corazón como nunca antes lo he podido hacer para que así, una vez que haya partido, quede al menos alguien para quien la verdad no tenga ingredientes de ficción, y permanezca desnuda, como una melodía sin acompañamiento o la voz de un corista en una basílica.

Existe una paradoja central en mi vida, paradoja que no desaparece aunque yo desaparezca, que te afecta a ti y a otros muchos, que es la raíz de esa música que todos alaban como si no tuviera nada que ver con esa supuesta perversión que es mi forma de amar, percibir y crear.

Eso que se presume que descienda sobre mi cabeza desde un parnaso habitado por doncellas insípidas tiene siempre su origen en algo concreto, tan concreto como el trote rítmico que marca la marcha de un coche por una calle empedrada, el golpeteo matinal de puertas y ventanas, o el inefable contrapunto de la lluvia cuando cae de hoja en hoja hasta convertirse en riachuelo parlanchino sobre el suelo del bosque. También los objetos, que parecen ser mudos en manos de un observador casual, me rinden sus sonidos cuando los sostengo entre las manos. Mis dedos, mis ojos, mi piel, son extensiones del que para mí es el instrumento primario de percepción. Con el cuerpo escucho la melodía de otros cuerpos y les hago el amor al devolverles su propia música. A veces hay un sonido que se dirige a mí en particular, una tonada íntima que lleva mi nombre y me llena de terror, porque ya no se trata de sentarme a convertir una emoción o un sentimiento en una serie de notas, sino que me es necesario vivirlo, y quiero que entiendas el sentido de compul-sión que le doy a esa frase. Vivir desde mi naturaleza, aunque digan los sacerdotes que lleva a la pérdida de la salud del alma, y la sociedad la equipare con una lepra invisible.

Lo conocí en una velada en San Petersburgo a la que fui invitado. Su tío, el du-que Stenbock-Turmor, lo había estacionado contra una columna y, como un perro de ca-za, periódicamente le traía del brazo una de las muchas doncellas casaderas que pululan en esas ocasiones. Su intención era tan clara como el helado desdén con el que el objeto de tantas sonrisas y golpes de abanico recibía los cumplidos que se le ofrecían. Palidecí al mirarlo. Alto, hermoso, marcial a pesar de no llevar esa noche el uniforme, con un fino bigote dorado y pupilas oscuras, insondables pero directas e insistentes, como descubrí aterrorizado, mientras cruzaba por el medio de la habitación llena de criados y parejas danzantes, respondiendo, como ahora, al mandato de una voluntad más fuerte que la mía.

Nos presentaron. Sin embargo, ya sabía quién yo era. Mientras inter.-cambiábamos esos fragmentos de conversación que se destinan al consumo público, esa mirada me dejó saber que también sabía lo que yo era. Sin romper el ritmo de la charla me informó que no le había hecho caso a la mercancía matrimonial que su tío le hacía inspeccionar porque aspiraba a la mano de la hija de un prominente mercader siberiano. Poco después, con un gesto de fastidio dirigido a la multitud que nos rodeaba, me invitó a cenar en sus habitaciones.

Sería fácil asumir que el amanecer de aquella noche me sorprendió rendido, pero no fue así. Más bien fue una canzonetta, melodía como columna de humo emanando de un cigarrillo perezosamente, trazando ondas en el aire, desapareciendo al fin en la curva de una voluta, pero siempre renovándose en su punto de partida. Fuimos a museos y parques. Almorzamos en los restaurantes más respetables y concurridos. Toda la ciudad tuvo la oportunidad de comentar sobre la creciente amistad entre el maduro compositor y el arrogante sobrino del duque. Llegué a perder mi miedo inicial y me entregué de lleno a la fascinación del seguidor incondicional, basada en la mentira de que al fin había conseguido el ideal trascendental que describe la Paideia socrática.

La verdad era otra, y me esperaba en una cabaña a las afueras de la ciudad una tarde asfixiante de verano. El ojo cómplice de la radiante luz, filtrándose por las rendijas indiscretas de paredes y ventanas, me vio sucumbir a una pasión tan contenida, tan directa, que mi voluntad se doblegó como una Odette exangüe en brazos de su caballero. Mas a la vez hizo que aflorase en mí la violencia viril de mi más poderosa sinfonía. Oh, extraña parodia de la naturaleza que me ha tocado vivir. Quisiera poder penetrar su sonido interno, resolver en armonías esta disonancia que tanto he combatido pero en la que reconozco el ritmo de mi propio pulso.

Puede que ahora te arrepientas amargamente de haber comenzado a leer esta carta. Puede que desees que mi mano ya se haya cerrado sobre el pomo que te librará de mi presencia. Sin embargo, espero haber apelado a una curiosidad nacida de lo que tanto tú como yo hemos compartido, sin mencionarlo, ya por tanto tiempo. Los pormenores, aunque no sean los que quieras recordar, son los que comienzan a tomar forma en esa lejanía desde donde surge la música que parece haber invadido todas mis coyunturas. ¿Qué dije antes? Hay sonidos que emanan de los cuerpos, tiernas canciones de cuna y fanfarrias triunfales, pero también, hermano mío, hay grandes composiciones, fragmentos de la música de las esferas. En fin, de ese cuerpo familiar y ahora perdido para siempre, brotó esa sinfonía que bautizaste con ese patético mal nombre, y que toda Rusia ha celebrado durante los últimos meses como mi obra maestra.

En la música encontrarás, si sabes buscar, la historia que te he relatado. Me he dado cuenta que no supiste escucharla en esa partitura que creí abierta como un desafío, tremenda como el triunfo final en la batalla que he tenido que dar para que aflore este poder que me quema las manos, aun ahora que se me acaba el tiempo. Me estremezco ante el impacto de la verdad que descubro demasiado tarde. Modesto, ¡Alexei es la música! No los puedo separar, es la música, la música, ¿cómo entonces podría haberme alejado?

Puedo ahora mirarme al espejo y contemplar ya no la imagen de la víctima de un cruel chiste divino, sino el rostro de un poseído por la vocación a la que ha sabido serle fiel, y que intenta mantener a cualquier precio. Bob también vive en la música, y aún de Antonina pude percibir y trabajar la melodía, que incorporé en la carta de Tatiana. La música, la música que escuché en brazos de mi madre y sentí la necesidad de transmitir, de compartir con cada uno y con todos, y por la que ahora tengo que morir; que vibra en el espacio de esta habitación y desde cada uno de los objetos que la ocupan; a la que pronto seguiré hasta el lugar de donde surge. Mi mensaje es ferozmente humano. Algún día encontrará transmisión fidedigna. Pido perdón por todos esos años amargos, creados desde mi cobardía y mi ignorancia porque sólo me atrevía a mencionar la palabra amor desde el contexto de una partitura. No es hora de recriminaciones. Deseo repasar contigo la última escena de lo que pudo ser una tragedia pero que no lo será, gracias al impulso que me ha llevado a redactar estas líneas, pretexto para una última mirada al espejo.

No he recibido instrucciones precisas. Tan sólo es necesario eliminar al causante de un posible escándalo. Para ello tengo que ejercer un talento teatral. Mañana por la noche asistiré a la ópera con algunos amigos. Así, todo aquel que me quiera ver me observará acompañado, con unas copas de más, feliz, y nadie tendrá motivos para sos-pechar. Al día siguiente almorzaré con Bob y contigo. No tomaré sino agua, que contendrá el fármaco. El público demanda, al público complazco. Correrás la voz que era agua sin hervir. Que atribuyan mi partida a una falta elemental de higiene, para que así se redondee la ironía, se muerda la cola, como el vendaval que arrastra a Paolo y Francesca y que he puesto al alcance de todo el que pague el precio de una entrada a un concierto. Una temporada en el infierno por unos cuantos rublos, mi querido Modesto.

Me aseguró Gerke que se pondrá en contacto contigo tan pronto haya terminado la comedia. Te envío la presente con Alexei, quien pasará por acá esta noche. También mañana parte con su regimiento, asumo que por manipulación de mis verdugos. Quiero que cuando me vuelvas a ver me mires a los ojos sin temor y sonrías, porque estarás frente a alguien para quien al fin tiene sentido la existencia. No muero por evitarle un disgusto al Zar, ni una vergüenza a la madre Rusia, que ahora me tilda de hijo predilecto. Muero porque sigo fiel a mi vocación. No me es posible vivir en secreto como hasta ahora, sometido al escarnio de aquellos que al fin y al cabo me deben las pocas epifanías que les iluminan los días grises del invierno. Que digan lo que quieran de mi muerte. Cuántas veces en el pasado, de madrugada y borracho, he llorado de rabia, yendo hacia un encuentro o regresando de él, sin darme cuenta que venia preñado de notas, cargado de melodía como un árbol de frutos, inmerso en la música de los cuerpos, que es también la música de lo que existe más allá de los cuerpos. Porque ahora lo entiendo, me retiro con mi verdad, limpio de pecado, siguiendo otras nuevas armonías. Queda en paz, hermano, y si existe un Dios, que te dé valor para vivir con tu mentira.
Tuyo,
Piotr Ilych

Primer premio, Concurso Casa Tomada, NY, 2006.
Mención de honor. Concurso Ateneo Puertorriqueño, 2006.
Nota: la informacion citada del New York Times ha sido corroborada.

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