jueves, 3 de septiembre de 2009

VACACIONES ALUCINOGENICAS

-VACACIONES ALUCINOGÉNICAS-
Alfredo Villanueva Collado


Pocos minutos después de haberlo conocido me informó que bregaba con sustancias, lo que no me sorprendió ya que era bioquímico especializado en botánica. Había trabajado toda su vida investigando las propiedades de químicos sacados de plantas y sus efectos en el cerebro humano. Mi especialidad era experimentar con químicos de un tipo muy diferente, cualquiera que incitara a una calentura instantánea. Pero sería injusto atribuir a las hormonas mi escapada a París. Tenía curiosidad acerca de su trabajo, y existía este pequeño pero esencial detalle de haberme enamorado como un perro de este gallo viejo/ científico, y roto con todos los moldes habidos y por haber en un esfuerzo, no por acostarme con él, lo que hubiera sido fácil dada su promiscuidad natural, sino por que me quisiera.

Y créanme, yo no era su tipo. No señor, no era su tipo. Veinte años demasiado viejo, diría. Cuadrado, chiquito, compacto, peludo calvito, cobarde, no muy felizmente casado con un atleta sexual para quien jugaba el rol de admirador y público en cada virtuoso encuentro. Un maestrito, por Dios, arrastrándose cada día de su vida a una secundaria que pretendía ser recinto universitario, sintiendo pena de sí mismo y llorando a moco tendido cada madrugada al compás de los acordes del aria final de “Salomé,” añorando lo que una popular cantante había llamado un amor total, rogando por un romance tipo Cumbres borrascosas, Sturm und Drang, Emma Bovary, Whitman y Dickinson.

Un poeta.

Sabía que me le tenía que meter debajo de la piel (o el capote.) Atrapar a este antiguo monstruo erótico no iba a ser fácil. Cebé mi anzuelo con poesía alquímica. Cebó el suyo con la promesa de unas vacaciones alucinogénicas.. Yo hubiera tomado cualquier cosa que me diera, pero quería más: aprender lo que no había aprendido hasta entonces, cosas que el otro, mi Parejo Permanente había probado/ hecho, pero que no me dejaba hacer. Temía por mi “sanidad mental.” Había sido testigo involuntario de mi única experiencia previa. Su íntimo amigo y mi amor imposible del momento me había pasado un ‘Mickey Mouse” y abandonado el minuto que me dio con que me estaba ahogando en mis propios fluidos corporales.

Fue un viajecito de marras. Ya mi Parejo me había advertido sobre esas cosas. Se encojonó de veras cuando llegó a la casa y me encontró en el suelo, con un ronquido de agonía en la garganta, murmurando que mis pulmones estaban llenos de agua, que podía seguir el flujo pulsante de la sangre en cada capilar, vena y arteria, que me iba a reventar la vejiga con vino ácido, que temía que nunca pararía de mear si comenzaba, que estaba por convertirme en la fuente de un gigantesco río de desechos, y que terminaría por disolverme, como cierta bruja cinematográficamente perversa.

“Nunca uses nada más que yerba”, aconsejó Parejo. Y así lo hice, yerba y vino y lágrimas y poemas, y un sexo culpable desprovisto de placer pero cristianamente misericordioso con tullidos, jorobados y ciegos. O así me lo parecían cuando encontraba el valor de mirarlos. Los hermosos no eran para mí, sino para mi querido Parejo. Parejo era sublime como ellos; un cuerpo como mantecado de vainilla, pupilas profunda e inocentemente azules, pelo dorado, equipo que había figurado prominentemente (sin el rostro, claro está) en las primeras páginas de Honcho. Yo era sólo uno de los siete enanitos, o un nomo, trabajando de madrugada en las oscuras galerías de su poesía. A veces, sin embargo, podía ser un osito de peluche o, cuando me sentía excepcionalmente seguro de mí mismo, lo cual no se me permitía a menudo, un pequeño y peludo fauno. Énfasis en pequeño. Énfasis en peludo.

Dr. Científico, aunque más gavilán que pollo, era de los sublimes. Si las cosas hubieran seguido su curso usual, Parejo se lo hubiera tirado primero, y a mí me hubieran tocado las sobras. Pero no fue así. Debe haber sido esa primera noche. Una noche de juipipío. Tenía el encanto de todas las cosas peligrosas, las serpientes, los remolinos. Un hombre maduro, guapo pero no “bonito”, un santo macho que te colocaba al borde de un precipicio y de conminaba a saltar para saber de una vez por todas si volabas o simplemente te caías, que me dijo “No eres poeta si nadie lee lo que escribes.” Y “¿Por qué no vienes a París este verano? Allí puedes probar algunas de las pepas sin preocupa-ción alguna, yo las hago, para ti, totalmente puras.”

Y así, después de tres meses, siete cartas juguetonas/apasionadas y un manuscrito de poesía alquimica, me encontré en un avión, experimentando un pánico total por lo que había hecho (dejar mi casa y mi Parejo) y por lo que se esperaba de mí (sexo, drogas , rock y ay papi, uy papi, roll).

Dr. Científico me tenía una sorpresa. Al anochecer del día de mi llegada salimos para Bonn, donde una de sus antiguas estudiantes trabajaba en la universidad, haciendo investigación sobre substancias vegetales. Tan pronto soltamos las maletas me llevó a un laboratorio donde me esperaba, en una probeta, un líquido cristalinamente transparente y medio amargo. Se suponía que lo tomara y camináramos de regreso al apartamento a esperar los efectos del fármaco. Tuve suerte; era una tarde tibia y clara de verano cuando, al cruzar un peatonal que conforma el centro de la ciudad, sentí que los pies se me elevaban del suelo. Se lo notifiqué a mi acompañante: ça marche. Apenas habían pasado veinticinco minutos, no la hora anticipada. Mi acelerado metabolismo nos había hecho una jugarreta. Ya había comenzado a volar.

Las primeras sensaciones: un ligero vacío en la cabeza, una agudización de los sentidos, el sol empapando mis entrañas a través de la piel. Y a mi lado, un hombre convertido en otra cosa: el guardián para el camino, un ángel (¿y por qué no? Parecía un cruce entre Terence Stamp--¿recuerdan Teorema?—y Jean Marais--¿recuerdan La bella y la bestia?) Me preguntó qué quería hacer. Le respondí que quería caminar por un parque. Me dijo que no tuviese miedo, que me llevaría a los jardines botánicos en los terrenos de la universidad. Ahora estoy seguro que sabía que en mi estado alterno me estaba fundiendo con él como maestro y guía a través de las imágenes que pasaban por mis pupilas. Jugué entre las plantas. Besé los troncos de los árboles. Metí la cabeza en los estanques para poder conversar con los peces. Me convertí en cada cosa que tocaba. ¡Cuán brillantemente iluminado, el mundo! Me observaba, pero no interrumpió mis infantiles exploraciones. Al rato, sugirió que nos marcháramos a la casa.

Una vez que llegamos al apartamento hizo que me desnudara frente a un espejo. Se sentó al otro lado de la habitación, con una pequeña libreta donde tomaba apuntes. En algún momento se me acercó y me hizo el amor, aunque no recuerdo que se hubiera quitado la ropa. Me abrazó. Y entonces cobré conciencia de este macho interesante mirándome desde la luna del espejo. Me le acerqué, lleno de curiosidad erótica. Mostró el mismo interés. Pregunté quién era. Dr. Científico me dijo que recordara su identidad. No podía dejar de mirarlo—hasta que me di cuenta que era yo mismo. ¡Yo era el fauno! Era mi ser animal, mi ser juguetón, mi ser terrestre. También recuerdo hablar de las aventuras eróticas de mi Parejo, las que a veces compartía conmigo. Dr. Científico preguntó: “¿Qué pasará cuando Alfredo traiga el tacho (sexual) a la casa?” Contesté que no sabía. Entonces me pidió que me recostara, intentara dormir, recordar mis sueños. Pero resulta que no soñé. En cambio, me levanté con una hambruna tremenda.

Y esa fue mi (primera) experiencia con la droga comúnmente llamada Éxtasis.

La segunda vez, atrevidamente, no esperé que Dr. Científico estuviese presente para supervisarme. Levomed, el más alucinogénico isómero de MDA—la droga erótica de los 60’s (averigüé estos datos años más tarde, casi ayer). Dosis óptima, 125 miligramos. Para comenzar, un vago despertar sexual, incluyendo una intensa y dolorosa sensación ardiente en la ingle, que asocio con el cáncer de mi madre (como si ocupara mi cuerpo) y mi propia y embarazosa incapacidad para rendírmele a otro hombre. Y entonces, alucinaciones. Suena el teléfono y me lleno de terror. Sé que he violado las reglas del juego y, en mi estado, mi promiscuidad lingüística me ha desertado. Una voz masculina, en francés, claro está, preguntando si hay un ángel en la casa. Nada de ángeles, contesto (o creo que contesto). Ésta es la casa de un respetable científico. Cuelgo. Suena de nuevo. De nuevo la voz. No tengo tiempo para sandeces (plaisanteries). ¿Hay un ángel en la casa? Dígale que lo espero en la Rue d’Arenne (¿Rue d’Arenne? No existe tal palabra en francés, sino en español, arena). No ángeles, no ángeles, sólo un casi fauno muy asustado, aguardando un regaño.

Y me cayeron moscas. Ni siquiera quiso bregar conmigo pero se acostó inmediatamente, abandonándome a mis propios recursos (alucinatorios). Huracanes térmicos, ardo y me congelo a la vez; un túnel negro, un camino de arena, un túnel de arena, el túnel del tiempo. Sudores fríos. Me escucho hablarme todo el tiempo pero no entiendo qué me estoy diciendo. Mientras tanto, cruzo por una antigua casa colonial latinoamericana, un corredor al aire libre bordeado de platanales, plantas de yuca, masivos geranios en las paredes, mujeres saliendo de las habitaciones conversando entre ellas,. Todas me conocen. Me encuentro en un lugar en el que he estado antes. Camino juvenilmente des-nudo hacia un aljibe bajo un árbol gigantesco al final del sendero. . Me arrojo de espaldas al aljibe. Desciendo sin miedo, liviano, a través de un espacio anaranjado, caigo en la cama, reboto. He regresado.

Amanece. Dr. Científico se ocupa del fauno pródigo. “Todavía estás bajo el efecto,” me dice. Han pasado doce horas desde que ingerí la fatal pastillita. Me encuentro en el punto medio, suspendido en el fluido amniótico de una total indiferencia. Tengo la ingle en fuego, mas no me importa. Hago un esfuerzo por ducharme. El dolor es tan intenso que no siento nada más. No he compartido esta experiencia. Individuación extrema, aceptación pasiva del Vacío en el centro del Ser. Me pajeo. No me sale fluido sino un grumo gomoso y blanco. Leche cortada de macho. Pido explicaciones. ‘El frío y el calor son productos de tu imaginación,” me dice. “Eres lo que sientes. Me gustó que te dejaras caer de espaldas. Eres fuerte. Ningún ángel en la casa, un ángel en la casa, piénsalo dos veces. Esa no era una llamada para mí. Mientras tanto, salgo a buscarte algún pastelillo dulce. Has quemado toda la glucosa en tu cuerpo.”

Montpellier, día de la Bastilla. Una pequeña digresión sobre el Pastis; base de anís y azúcar, 45% alcohol, colorantes y substancias vegetales. Todo el mundo lo bebe desde temprano en la mañana. Todo el mundo lleva una sonrisita tonta, desconectada. Todo el mundo se ve muy feliz. Un atardecer glorioso, un balcón, miles de golondrinas, dos casi amantes compartiendo el panorama y la leche de los dioses (como se debe, mezclada con agua que está llena de partículas iridiscentes.) Ocurre un repentino cambio de energías. Aumenta el sonido de los pájaros, los rosados y azules y dorados del horizonte se intensifican, Lo que la brisa le está haciendo a mi piel no iría muy bien con las reglas que el Consejo Nacional para las Artes ha determinado para lo que llama “material socialmente inútil.” Se lo comunico a Dr. Científico. “Sí,” confirma, “ésto se relaciona al ajenjo. “Lo haré analizar.” Y así lo hace, por un compañero en California. Las partículas iridiscentes son en realidad anethol, un alcaloide que puede metabolizarse como el alucinógeno PMA. Perfectamente legal.

La tercera droga. DOB (brolamfetamina). ¡Orgías en el Bois de Boulogne! ¡Sexo en grupo bajo los puentes de París! Mr. Científico las tiene a mano sólo para amigos íntimos y compañeros sátiros. Estoy nervioso. Sufro un ligero dolor de estómago. Mr. Científico pregunta ceremoniosamente: “¿Qué deseas de esta experiencia?” Percibo un cambio en su tono. Contesto: “Tener la visión de las estructuras a través de las que se mueven mis pensamientos. Conocer todos los seres que soy.” Me recuesto mientras se acomoda en su escritorio. Lo miro intensamente. Yace en un campo de batalla, bajo de una capa de hielo. Me veo arrastrarme entre los cuerpos, su portaestandarte, buscándolo. Sobrevivo un par de días al frío y al hambre. Finalmente, me quedo dormido sobre su cuerpo congelado. (Muchos años después me cubro de escalofríos al leer sobre el descubrimiento de 80,000 cuerpos congelados en una planicie de Lituania, hombres mujeres y niños, parte del ejercito francés en retirada de Rusia). Una violación en grupo. Tengo cuatro años. Probablemente éste sea el comienzo de mis miedos sexuales. ¿Alucinación? ¿Realidad? ¿Esta vida u otra? No quiero pensar en ello. No quiero recordar.

Dentro del monje trapista, cuyas facciones tanto se parecen a las mías, y cuyo texto sobre la replicación de los ángeles laboriosamente he copiado en mi diario. Sus pensamientos son vitrales de cristal azul. Combate a Eros con el misticismo. No sabe que son una y la misma cosa.

Cabalgo en una silla mientras Dr. Científico toma fotos para el archivo. Felizmente desnudo me balanceo violentamente hasta que caigo al suelo, la silla habiéndose ido de espaldas. Me corto el codo en las esquirlas del vaso de Pastis que tenía en la mano. Corre la sangre. Dr Científico se altera, me lleva al baño, lava la herida. La sangre repentinamente deja de fluir. “Qué raro,” comenta Dr. Científico, nunca he visto esa reacción.”.

Hacemos el amor varias veces. Me derramo sobre el cuerpo a mi lado, fluyo libremente hacia un océano de azul pavo, rosa salmón, atardecer anaranjado, bandas de verdigris iridiscente. Anochece. Me pide que escuche algo mientras permanecemos juntos, enlazados en el colchón colocado en el suelo.

Wagner.

Las Nornas.

Apenas puedo distinguir su rostro. Sus pupilas refulgen, un azul fosforescente le cubre el cuerpo desnudo. Sé lo que quiere. Quiere que le diga lo que estoy viendo. “Cada uno ha tomado el lugar del otro,” digo. No tengo vergüenza ni del cuerpo ni del alma. Nunca me he sentido tan poseído. En mis labios aflora una palabra que no me atrevo a pronunciar: el nombre de la oscura señora que aparece en la música que llena la habitación y, flotando sobre nuestras cabezas, nos cubre con su manto. Sus pupilas se vuelven zafiros fantasmagóricos. Me aprieta contra sí, ambos sabemos quién está allí, con nosotros. Nada de misterios. Hemos consentido compartirla, cada uno le mostrará al otro el camino, pero no hay forma de evitar el dolor que sentimos, ni la pena que lo causa.

Así que una droga que otros usan para jugar sexualmente me ha referido a la mortalidad, la mía, la suya; he adquirido una destreza más. (Amor y muerte, ¿cómo iba a sospechar para aquel entonces que pronto viviría mi propia versión del Liebstod? )

Una última droga, que tomo el día antes de mi regreso. Dr. Científico no trabaja los sábados. DON (un análogo nitro de DOB, prácticamente inventado por Dr. Cientifico). La he de tomar en ayunas, antes de que despierte. Me levanto temprano, sigo instrucciones, me siento en su escritorio a escribir y esperar, totalmente sereno. Sopla una ligera brisa; un pajarillo trina una simple melodía. Y entonces. Desde la fuente de mi ardiente dolor surge el placer, se mueve en ondas a través de los órganos, llega a todos los recovecos prohibidos, los hace receptivos. Estoy en el dintel de otro mundo, siendo poseído por Eros. Me llama y me muevo en ondas, esta vez será diferente. Se me tira encima, y me colmo de imágenes de eróticos grabados japoneses. Me encuentro ávidamente mordiendo la punta de un almohadón. Ya no más fauno sino geisha; pero extrañamente no he dejado de ser el primero al convertirme en la segunda.

Quiero follar al mundo entero.

O mejor . . . dejar que me folle.

Nos duchamos y vestimos de prisa. Apenas son las nueve de la mañana. Nada de calzoncillos hoy para Mr. Macho-en-miniatura. Dr. Científico sonríe: el DON libera la mente y el . . . . Sin comentarios. Llevo la sensación entre las piernas, recorro las calles de París, los ojos llameantes, reconociendo edificios que no he visto en cien años, preguntado por aquellos que ya no existen, nombrando tiendas, parques, encrucijadas. Dr. Científico se extraña; sabe que sólo hay una forma de que yo sepa esas cosas. “Debes haber vivido aquí,” murmura, pero no cree en lo que está diciendo. Llegamos a un parque que no quiero cruzar. Me volteo hacia él, acusatorio. “Me traías a este lugar para tener sexo con machitos proletarios cuando yo tenía doce y tú veinte.” “¿Cuándo?, “ pregunta. ‘El fin de siglo pasado, claro,” contesto, tan seguro de lo que digo que arquea las cejas.

Otro parque. Me pide que me desnude, me cubre de hojas, toma una foto, me deja solo. Es mediodía y el sol me rebota en la piel. No tengo calor, pero una dorada tibieza me adormece. Se me acercan hombres de cuando en cuando, juegan con mi cuerpo. Los dejo. Cubierto de luz, levanto la cabeza y allí está, a unos pocos metros, observando. ‘Quiero salir de aquí,” le digo. “Esto es un infierno que nos hemos construido nosotros mismos. Quiero el verde al otro lado de la verja, donde se sientan las familias a almorzar bajo los árboles.” Sonríe y dice, “ya era hora.” Llegamos a una arboleda encantada. Nunca he visto tales colores, un verde rutilante rodeado de vibraciones anaranjadas. “Estás dentro de los ópalos que usas,” me dice. Quiero una foto. Me advierte que nunca capturará lo que estoy experimentando.

El Quartier Africain. Buscamos chilabas para mí, él, Parejo. Todavía no acabo de bajar y ya es media tarde. A ratos experimento un violento temblor en la entre las piernas, mojo con mis jugos los pantalones, coño, pulsiones orgásmicas me asaltan caminando por la calle, carajo, sentado tomando un vaso de Pastis, puñetas. Dr. Científico comenta divertido que debo haber tenido tremendo tapón en las cañerías, que se encargará del destape.

Regresamos al apartamento. Pido más y más, pero hay que atender a otras necesidades. Me muero de hambre. ‘Bien” dice, “iremos a un restaurante latino.” Me visto con unos pantalones rojos comprados en Printemps, una camisa blanca y un enorme lazo bohemio de seda roja. Una última foto registra el cambio. El lugar no es realmente latinoamericano, sino martíniqueño. Escogemos una mesa bajo una foto de Jean Marais. Contemplándola, y contemplando a Dr. Científico, me doy por doblemente afortunado. Pedimos frituras de bananas y bacalao, un guisado de carne redolente a chiles y a ajo, pero para postre deseo algo más exótico, un mango casi helado, que aparece acompañado de tenedor y cuchillo. Lo pelo con los dientes, como hacemos en casa, muerdo la pulpa, chupo la semilla, lamo el jugo. Una sonriente matrona negra sale de la cocina, entabla conversación con Dr. Científico. “Aja,” dice ella (ya puedo entenderla), “¡un compañero de las islas!

Al otro día, ya en el aeropuerto, le pregunto si me será necesario tomar más de estas drogas maravillosas. Me dice que no me será necesario. De hecho, por el resto de mi vida podré reproducir estados alucinogénicos por mi cuenta. No me habitan monstruos, sólo una necesidad de plenitud y saciedad que de ahora en adelante sabré cómo satisfacer. Me da una nueva definición del amor; vivir aparte uno del otro, estar siempre presente uno en el otro. Me dice que soy una planta rara, y que me ha dado los instrumentos para que pueda sobrevivir y florecer.

Todavía me hablo con el Dr. Científico, muy de vez en cuando. Vive al otro lado del mundo, con un jovencito medio casquivano. Mi propio Parejo también se ha marchado, mucho más trágica y permanentemente. Habiéndoles permanecido fiel, aguardo mi propio destino a la Piaf, sin remordimientos. Y Dr. Científico tenía razón. ¡Déjenme contarles que pasa cuando sueño!

La primera versión de este ensayo apareció en inglés en: Chemical City, The Portable Lower East Side Review, 1992: 39-48. Fue reproducido en Low Rent: A Decade of Prose and Photographs from The Portable Lower East Side Review. Kurt Hollander, ed. New York: Grove Press, 1994: 135-144. Versión española, revisada 4 de septiembre, 2009.

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