lunes, 17 de agosto de 2009

Pollaroid 231: Viernes social en el viejo San Juan

231. VIERNES SOCIAL EN EL VIEJO SAN JUAN

¿Por dónde se comienza? Pues por El Owl, segundo piso frente al Parque de las Palomas (Uy, ahora es que caigo en cuenta. El búho frente a las palomas. Nadie en Puerto Rico sabe que unos se comen a las otras. Qué eróticamente poético. Sólo a un amerikano se le podía haber ocurrido.) Cada viernes todos agarramos para allá, chicos y chicas, incluyendo a mi hermanita, y en un ambiente integrado y muy democrático bebemos cerveza, discutimos los méritos o deméritos de los profesores, si tenemos suerte levantamos a un compañero/a de clase, hasta improbablemente completamos lecturas y tareas, y una noche inolvidable celebramos a todo pulmón el triunfo de Marisol Malaret, que sirve de pretexto para toda clase de grajeos y agarrones. Pero la celebración no puede ser más genuina. Gritamos y brincamos por cuenta de la casa hasta la una de la mañana. Es de las nuestras, ha tomado clases con muchos de nosotros, quién no conoce a la escultural y desenfadada nena que, clásico ejemplo del ideal de conducta de dragas y loquitas de alta clase media, es puta y dama todo al mismo tiempo.

Pero resulta que el negrito de la voz orgásmica, Nat King Cole, estrena un bar de su propiedad, The Sand and The Sea, y se ha regado que va a estar la noche de apertura. Tengo diecisiete años, pero jamás me han negado un trago por verme demasiado nene. Ricardo Pelatti, corpulento pero guapote, ofrece llevarme. Coño, qué bar de clase. Discretamente crepuscular, abarrotado con la crema y nata de intelectuales y capitanes de empresa, donde hasta las plumas son de Velazco, la joyería de Camilito, todo el mundo de gabán de seda o camisita de cocodrilito, corbata italiana, mocasincitos chichi comprados en La Esquina Famosa, quién se va a enterar. El Ricardo pide un martini bien seco. Yo no sé que puñetas es un martini pero nadie me lo va a contar. Ordeno lo mismo. “¿With or without?” pregunta el tarzán jíbaro que atiende el bar. Ricardo, discretito, deja caer la mano como si arrojara algo en una copa imaginaria. “With” respondo a la Noel Coward. Llega el pedido, pruebo el mío y me atosigo. Nunca he tragado algo tan horrible. ¡Mi madre, esto sabe a gasolina! Le informo a Ricardo que nanai, yo no me bebo eso. Pero no quiero desperdiciarlo, cuesta la friolera de cuatro dólares. “Fácil,” me indica mi compañero de aventuras, “simplemente alza la copa y mantenla en alto.” A los cinco segundos, una mano surge de la multitud y me arrebata el trago. Nada menos que otro de mis compinches de la facultad, el cachendoso Pepito Sarmiento, quien nos cuenta el cuento de Paquito Prado, totalmente en pelotas y cubierto con trescientas bombillitas, buscando un enchufe en un bayú navideño.

Para las noches de cacería hay que subir la cuesta. Justo frente al castillo queda su tocayo, el San Cristóbal. Presenta shows de dragas que imitan a la Guillot, la Fabery, la Blanca Rosa, palabrean boleros en mute mientras se van despojando de sus gasas, pero justo antes de acabar el numerito dramáticamente se arrancan las pelucas, revelando su verdadero sexo, cómo si fuera sorpresa. Eso a mí me aburre. Quiero ver machos exhibiendo las pelotas en jockeys, no a seudo hembras en pantaletitas de lentejuelas. Mis quejas llegan a la administración del local, y no sólo se cumplen mis deseos sino me dejan saber que tengo tragos gratis por un buen tiempo. Es el lugar perfecto para el levante. Nadie tiene tiempo que perder. Te gusta un tipo, medio troglodita pero entero, en la transición de los treintas o los cuarentas, oliendo a Old Spice, Russian Leather o Canoe, propietario de una mansión en Bayamón, casado, estadista, católico de cruz y clavos, Testigo o hasta Mita, qué importa -- te le sientas al lado, te paga un trago, te enseña las fotos de los nenes, dejas que su rodilla te roce o viceversa, en cinco minutos desaparecen las manos bajo la mesa, en diez minutos estamos pagando y camino a Piñones en su Lincoln Intercontinental o Cadillac.

Y claro. No puede faltar El Cotorrito, recién establecido y ya refugio de los aburridos de las altas clases sociales pero también icono de las clases populares, última parada obligatoria en Santurce cuando ya vamos de regreso a Río Piedras, Hato Rey, Puerto Nuevo, Caguas, porque hay que llegar bien pasadita la medianoche para agarrar el espectáculo más caliente, la clientela. Si tenemos suerte, el propio Johnny nos lleva a la mesa. No es un antro, a pesar de su siniestra reputación y más siniestro vecindario. Es allí que La Muñeca, hermana gemela de la Fabery en exhibicionismo hierático, teje las redes vocales con las que nos atrapa y nos mantiene mesmerizados, haciéndonos olvidar el dorado barato de la decoración, los tragos sobrecargados de hielo y el vestuario de segunda mano a lo María Victoria o Tongolele.

Pero mi favorito sentimental es The Golden Key, a la vuelta de El Owl. Una habitación larga, con prudente iluminación, cómodos juegos de mesas y poltronas, y en el fondo, un piano rodeado de taburetes. La música, jamás rompe-tímpanos, comienza a eso de las cuatro de la tarde, lo que hace del establecimiento el lugar ideal para un cóctel o una cerveza antes de una cena folklórica o turística y entretenimiento más subversivo en alguno de los antros de la calle Luna. Voy acompañado, en plan doméstico, o solo, en plan de ataque, y si tengo suerte salgo acompañado, camino al hotel Palace, donde jamás preguntan qué hace un amerikano maduro pero duro con un puertorrito caliente a la una de la mañana

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