martes, 7 de julio de 2009

Angel en el circo, Poema 7



-VII-

Los ángeles aterran. Recién salidos
de los muslos entrelazados de los ríos
y los huevos celestes, húmedos
en cada coyuntura, redescubren
su misión de tentadora calentura.

En cambio, cada primavera,
antiguas mentiras recorren las arterias
de la carne antigua:
no hay sexo dulce para la triste criatura
humana,
sino promesas que olvidar.
Se malgasta la vida en los que viven,
les ahoga un raudal de jeroglíficos
y hemorragian,
orinándose en vetas
rojas con pedazos de poetas.

Aterrado
de la visita del informe alado,
uno piensa que es cosa de aprender
o enseñar:
Si uno fuera el único discípulo
del rostro que uno lleva,
o el maestro socrático
del rostro de algún otro.
De dónde vienes. Dónde te encuentras.
Para dónde vas.

Pero a las preguntas sin respuestas
hay que oponer la profesión de fe,
para que esa fe sea la fruta
de la flor ligera que se ensancha:
a los ríos de sangre no se les restaña
con sangre. Un mendigo es más importante
que toda ortodoxia de derecha o de izquierda.
El rebelde se forja rebelándose
contra las mal llamadas re/voluciones
y el canto general
es una voz como otra voz y cualquier voz
con el derecho de sonar en todo espacio.

De lo que queda . . . ¡león alado
por las llanuras inaccesibles
a los masticadores de palabras,
rugiéndole a la estrella, con un dolor, un asco,
mucha piedad, y un buen oído
para lo que se arrastra!

¿A quién le toca
bregar con el lector, el hipócrita hermano,
y la cesárea del entendimiento?

Cada ángel aterra. Al caer sobre tierra,
lo estremecen orgasmos inocentes,
se recubre de sudor de manzana,
y se va a rezar o putear, o a putear
y rezar, o a putear y a putear,
chupándose un dedito medio crudo,
masticando un chicle de enciclopedia,
hasta que un humano le moja las plumas
al bailarle pegadito de las alas.

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