-VII-
Los ángeles aterran. Recién salidos
de los muslos entrelazados de los ríos
y los huevos celestes, húmedos
en cada coyuntura, redescubren
su misión de tentadora calentura.
En cambio, cada primavera,
antiguas mentiras recorren las arterias
de la carne antigua:
no hay sexo dulce para la triste criatura
humana,
sino promesas que olvidar.
Se malgasta la vida en los que viven,
les ahoga un raudal de jeroglíficos
y hemorragian,
orinándose en vetas
rojas con pedazos de poetas.
Aterrado
de la visita del informe alado,
uno piensa que es cosa de aprender
o enseñar:
Si uno fuera el único discípulo
del rostro que uno lleva,
o el maestro socrático
del rostro de algún otro.
De dónde vienes. Dónde te encuentras.
Para dónde vas.
Pero a las preguntas sin respuestas
hay que oponer la profesión de fe,
para que esa fe sea la fruta
de la flor ligera que se ensancha:
a los ríos de sangre no se les restaña
con sangre. Un mendigo es más importante
que toda ortodoxia de derecha o de izquierda.
El rebelde se forja rebelándose
contra las mal llamadas re/voluciones
y el canto general
es una voz como otra voz y cualquier voz
con el derecho de sonar en todo espacio.
De lo que queda . . . ¡león alado
por las llanuras inaccesibles
a los masticadores de palabras,
rugiéndole a la estrella, con un dolor, un asco,
mucha piedad, y un buen oído
para lo que se arrastra!
¿A quién le toca
bregar con el lector, el hipócrita hermano,
y la cesárea del entendimiento?
Cada ángel aterra. Al caer sobre tierra,
lo estremecen orgasmos inocentes,
se recubre de sudor de manzana,
y se va a rezar o putear, o a putear
y rezar, o a putear y a putear,
chupándose un dedito medio crudo,
masticando un chicle de enciclopedia,
hasta que un humano le moja las plumas
al bailarle pegadito de las alas.
Los ángeles aterran. Recién salidos
de los muslos entrelazados de los ríos
y los huevos celestes, húmedos
en cada coyuntura, redescubren
su misión de tentadora calentura.
En cambio, cada primavera,
antiguas mentiras recorren las arterias
de la carne antigua:
no hay sexo dulce para la triste criatura
humana,
sino promesas que olvidar.
Se malgasta la vida en los que viven,
les ahoga un raudal de jeroglíficos
y hemorragian,
orinándose en vetas
rojas con pedazos de poetas.
Aterrado
de la visita del informe alado,
uno piensa que es cosa de aprender
o enseñar:
Si uno fuera el único discípulo
del rostro que uno lleva,
o el maestro socrático
del rostro de algún otro.
De dónde vienes. Dónde te encuentras.
Para dónde vas.
Pero a las preguntas sin respuestas
hay que oponer la profesión de fe,
para que esa fe sea la fruta
de la flor ligera que se ensancha:
a los ríos de sangre no se les restaña
con sangre. Un mendigo es más importante
que toda ortodoxia de derecha o de izquierda.
El rebelde se forja rebelándose
contra las mal llamadas re/voluciones
y el canto general
es una voz como otra voz y cualquier voz
con el derecho de sonar en todo espacio.
De lo que queda . . . ¡león alado
por las llanuras inaccesibles
a los masticadores de palabras,
rugiéndole a la estrella, con un dolor, un asco,
mucha piedad, y un buen oído
para lo que se arrastra!
¿A quién le toca
bregar con el lector, el hipócrita hermano,
y la cesárea del entendimiento?
Cada ángel aterra. Al caer sobre tierra,
lo estremecen orgasmos inocentes,
se recubre de sudor de manzana,
y se va a rezar o putear, o a putear
y rezar, o a putear y a putear,
chupándose un dedito medio crudo,
masticando un chicle de enciclopedia,
hasta que un humano le moja las plumas
al bailarle pegadito de las alas.
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