jueves, 9 de julio de 2009

Homenaje a un marino

Le conocí en diciembre de 1970, teniendo yo 26. 12 años después escribí el poema. Entre el poema y las prosas pasaron otros 22 años.

LO QUE NO CONTÓ CORÍN TELLADO
Para John Murphy

Fue una noche de invierno. Un invierno hace tiempo.
Su pelo en llamas, su sonrisa pícara.
En un bar en el tiempo. En una calle llena
de luces fiestando sobre la nieve.

Se acercó iluminado desde su piel láctea.
Borealmente desnudo me llegó por la aurora
de sus muslos cubiertos de mis párpados niños,
el cuerpo en fuego, la mirada en verde.

Esa noche de invierno lo descubrí, mi doble.
Él, más blanco que yo, chico y moreno;
Él, más alto que yo, todo de blanco;
blanco y azul su gorro marinero.

Frente a frente los dos, cuán parecidos:
un concierto de piano a cuatro manos.
Al moverme hacia él, en el espejo,
un ángel, fieramente humano.

Me miró intenso, me tendió un anillo
de jade, color de la esperanza;
te lo dejo para que lo otorgues
al principito que te domestique.

Y se fue. Se quedó. Y todavía
me duele el escozor de su contacto.
En cada invierno, su ausencia conmigo,
mi cuerpo en fuego, su sonrisa en verde.


10/82
De “Autopollaroids”

77. BIG SPENDER
1970. He llegado a Manhattan en el medio de una tormenta de nieve, a buscar trabajo en un congreso del MLA, inconvenientemente programado entre Navidades y Año Nuevo. La 42 se ha convertido en un sueño invernal: nada de tráfico y nieve hasta el tope de los buzones de correo. Quiero probar mis alas juveniles, así que decido seguir al primero que me parezca lo suficientemente entendido. Así llego al “Big Spender,” a unas cuantas cuadras de mi hotel, el Royal Manhattan. El bar está abarrotado de hombres calientes y ruidosos. Encuentro asiento, pido una cerveza, me siento a esperar y a observar la movida a través del espejo de pared del bar.

Una voz suena a mis espaldas: “!Socorro, socorro, necesito ayuda!” Me doy la vuelta y ahí está él, una versión madura, muscular, pelirroja, de ojos verdes, de alguien a quien no he olvidado desde que tenía doce años. Se explica. Se le ha pegado un tipo mayorcito y aburrido que insiste en pasar la noche con él, así que se ha cocinado un plan. Le ha dicho que sólo se puede quedar unos minutos porque tiene una cita para cenar con un antiguo compañero de escuela, al que no ha visto hace años. ¿Podría yo jugar el rol? Intercambiamos datos para no quedar como estúpidos. Su nombre, John Murphy, irlandés del Bronx. Viene de San Diego a visitar a sus padres. Me hará una señal cuando esté listo para mi entrada en escena.

Da la señal, me les acerco, saludo a John y me siento a la mesa. El indeseable ya esta pasado de tragos, así que decido divertirme un poco antes de que acabe la comedia. Lo escuchamos. Mr. X es casado con hijos, vive en Long Island, tiene un fajo de billetes tan gordo como su polla, o así nos dice, cree en Dios, la bandera, la maternidad, el pastel de manzana, administra sus negocios con mano de hierro, aborrece a los judíos, negros, puertorriqueños e italianos, se queda en un lujoso hotel de la Quinta, le gustan las mamadas ocasionales y hasta un culo de mariconcito blanco y caliente, de esos que se consiguen en la zona pero--¡de ningún modo!—no es maricón en absoluto. Interrumpo sarcástico: “¡Pues a mí me parece que usted es otro republicano homosexual tapado! Lo sentimos, ya no nos podemos quedar más. Tenemos una reservación en veinte minutos.”

Salimos a la fría y mágica noche invernal, nos tiramos a rodar en la nieve, muertos de la risa. Bueno, dice John, ya que dijimos que teníamos una cita . . . . y caminamos a lo largo de Octava Avenida hacia un buen restaurant francés, tomados de la mano, cantando a todo pulmón: “!Desde que entraste a la barra/ pude ver/ que eras un tipo con clase !!!”

92. LA FLOTA DESEMBARCA
Antes que se marche esa noche me advierte que no podrá verme por los próximos tres días, pero que me recogerá la víspera de Año Nuevo para cenar y una gran sorpresa. Para poder permanecer en Nueva York tengo que cambiar mis planes de viaje, decirle a mi madre que por causa de entrevistas adicionales de trabajo no llegaré a casa por una semana. Tengo mi propia sorpresa para él. El día escogido, a la hora convenida, me alisto para una noche de jolgorios con un traje cruzado color vainilla, exhibiendo un enorme lazo en terciopelo violeta. ¡Cuán diferente y chocante luce mi atavío en medio del helado invierno gringo contra mi bronceado puertorriqueño, mi apariencia mediterránea, mis largas pestañas agarenas!

Mas entonces suena el timbre, se abre la puerta y aparece mi acompañante en uniforme de teniente de la marina norteamericana. Me lleva al lugar más exótico de Nueva York,”Las Cuatro Estaciones,” que está sorprendentemente vacío. El tratamiento preferencial que recibimos a manos del camarero en jefe, quien nos brinda postre y coñac a cuenta de la casa, su mirada húmeda y discretamente sonriente, me hacen pensar que da su aprobación a la gallarda y joven pareja. Antes de que nos separáramos esa primera noche, le había obsequiado una copia de “El principito.” Le toca reciprocar. Bajo mi servilleta encuentro un anillo de oro y jade, comprado en uno de sus viajes militares al Oriente. Explica: “No soy ni puedo ser tu principito. Ese anillo es para que se lo des al que será tu príncipe, el día que lo encuentres. En cuanto a nosotros, no olvidaremos nunca este fin de año.”

Después de la cena, regresamos a mi hotel y entramos al bar del vestíbulo, para el último trago de esa noche. Una maternal cantante afroamericana toca el piano y canta el “blues.” Nos sentamos junto a ella—admira mi lazo, me lo quito, se lo doy, y coquetamente se lo prende en el moño. Pregunta si alguien quiere cantar algo para un otro/a especial. Mi teniente se le acerca, le murmura al oído. Ella me mira y sonríe mientras él toma el micrófono y se lanza, “What it’s all about, Alfie?”

Al otro día llama. Regresa de emergencia a su base en San Diego. Todavía conservo el anillo, recuerdo su nombre.

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