martes, 7 de julio de 2009

Pollaroid 209: LA (EX)COMUNION DE MAMI

219. LA (EX)COMUNIÓN DE MAMI

Desde mi más tierna infancia he participado en las sesiones espiritistas que mis padres organizan para la familia cada domingo, después que llegamos de la misa católica. Mi madre nos ha contado como, justo después de haberse divorciado de su primer marido, comenzó a sentirse tan mal de la cabeza que creyó volverse loca. Su hermana la llevó a ver a Don Cheo, un hermoso viejito que practicaba la mediunidad en Cataño. Éste le diagnosticó un conflicto espiritual debido a la necesidad de desarrollar poderes, le preparó una clave—grupo de oraciones que se decían frente a un papel rayado que contenía la energía negativa canalizada por el médium—y le aseguró que si no se entregaba a los espíritus que necesitaban de ella, sufriría mucho más. Desde ese momento mi madre practicó un espiritismo activo, pero nunca confrontó el hecho de que tal práctica, para la iglesia católica, era una creencia prohibida y condenada, una violación del dogma, y por lo tanto pecado mortal.

No sé que la ha llevado, después de tanto tiempo, a intentar una reconciliación entre su religión oficial y su sistema de creencias. Un viernes decide acompañar a su prima y vecina, la beata come santos, a la iglesia. Llega a casa bañada en lágrimas, inconsolable. Cuando le pregunto que le ha sucedido, cuenta entre sollozos que le ha confiado sus actividades a la santurrona y ésta, escandalizada, la ha amonestado, conminándola a que descargue su conciencia en confesión. Mi madre obedece. Cuando el confesor le pregunta si de veras cree en la herejía espiritista, contesta afirmativamente. Cuando le pregunta si está dispuesta a abandonarla, guarda silencio. Y él, como buen heredero de inquisidores, truena que bajo esas circunstancias no puede darle la absolución ni permitirle que comulgue.

Decido tomar cartas en el asunto y le digo a mi madre que ese domingo la acompañaré a la iglesia. Cuando llega el momento para acercarse al sacramento, me paro y me coloco en fila. Me mira perturbada. Sabe que no me he confesado desde que salí de escuela superior, y sabe por qué aunque no lo hayamos hablado. Le hago señas para que venga conmigo. Se decide, y juntos nos acercamos al altar, nos arrodillamos uno al lado del otro, tomamos comunión, regresamos a nuestros asientos. Le noto una sonrisa de picardía. Se inclina hacia mí y me susurra: “Asumo que a Dios no le importa.” Le contesto, con la misma sonrisa: “Nadie puede juzgarnos sino nosotros mismos.”

Regresamos a casa, a la rutina dominguera, el libro de oraciones, el despertar de los espíritus. Mi madre sigue asistiendo a misa los domingos y de vez en cuando toma la comunión. Pero, como su hijo, jamás vuelve a confesarse.

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