jueves, 9 de julio de 2009

Pollaroids: Alucinógenos

83. ALUCINÓGENOS 1: EL FAUNO

Después que me desvisto, el Mentor me coloca frente a un gran espejo, me pregunta si puedo identificar el reflejo. No veo nada. Me hace señas para que me acerque a él, quien se encuentra sobre un taburete, vestido, con su cuaderno de notas en la mano. Me permite que le saque la polla y se la acaricie, o quizás solo me imagino que lo hago. Hablamos de los ligues callejeros de mi amante. Los trae a casa para que yo contemple como le chupan la descomunal pinga antes de penetrarlos. A veces me les uno, pero el placer reside precisamente en mi admiración por su fenomenal destreza y la desesperanza por mi falta de la misma.

El Maestro sugiere que regrese al espejo. Esta vez me encuentro con una pequeña criatura peluda, llena de curiosidad erótica, que me contempla descaradamente. Juego al escondite con él, pero reaparece cada vez me asomo a la pulida superficie. Sin duda, un fauno. Un pequeño fauno. Estoy seguro. Patas de cabro, cola de cabro, cuernos de cabro.

“No, no es un fauno, mira de nuevo. ¿Quién es?”

¡Un hombre, un hombre que es también un fauno! La criatura en el espejo manosea mis muslos, mi polla, mis nalgas, mi pecho, mi rostro. ¿Y su nombre? Súbitamente, sé quién es. No lo puedo creer, contemplo asombrado a este ser terrestre al que le quiero hacer el amor.

“Y ahora,” dice el Maestro, “¿qué va a pasar cuando traigas tus propios hombres a casa?”

84. ALUCINÓGENOS 2: ENCARNACIONES

Otros la toman para juegos sexuales. Pero mi Mentor hace claro que éste no es nuestro propósito. Me pide que concentre, que penetre la estructura de mis pensamientos, vaya a la búsqueda de mis seres múltiples. Trago la pepa con agua. Me tiro en el colchón en el piso, esperando, contemplándolo trabajar en su escritorio, desnudo, des-preocupado. Al poco tiempo me flotan las entrañas, sudo una ardiente agua viva, comienzan las visiones.

Un adolescente de uniforme, ensangrentado, arrastra un estandarte hecho trizas a través de un paisaje congelado. Ha sobrevivido el hambre y el frío porque todavía no encuentra el cuerpo de su amado capitán, el hombre al que ha seguido hasta el corazón de la batalla, a cuyos pies ha dormido tantas noches. Un rostro lo mira debajo del hielo. Se le tira encima, coloca contra él sus mejillas insensibles, se entrega al cansancio y al sueño.

Un coche de cuatro caballos, abalanzándose a través de un paso de montaña. Adentro, dos chicos, gemelos, apenas pueden sostenerse uno junto al otro. Se abre una puerta, cae un cuerpo al vacío. Un sentido de separación infinita, un terror de aperturas y alturas.

Un hombre envuelto en un sambenito, letrero sobre el pecho, amarrado a una estaca. Las llamas ya le han alcanzado, pero no las siente. Las mira fijamente en las pupilas de otro hombre que los guardias sujetan directamente frente a la pira. Su último grito, repetido en mi garganta, es tanto una maldición como un juramento
.
Me indica el maestro que me tocará una música. Las Nornas cantarán de lo que nos depara el futuro.

[Cuarenta años después de la visión, no puedo salir de mi asombro ante el descubrimiento de ochenta mil cuerpos congelados en Lituania. Soldados napoleónicos que han perecido durante la fatal retirada de Moscú. Estoy seguro que ambos estamos entre ellos]

94. ALUCINÓGENOS 3: LA VISITA

Su cuerpo brilla fosforescente mientras me monta. Ambos fluimos en rosas asal-monados, azules pavo, amarillos cósmicos. Ondulamos de orgasmo en orgasmo sobre un arcoiris iridizado, nuestros cuerpos irradiando llamaradas que lamen las paredes, el colchón, las sábanas. Se levanta para poner una música que me advierte me es necesario escuchar, se regresa a la cama, me toma de la mano.

Se materializa una forma ante mis ojos. Una mujer, una princesa, una reina, la que rige por encima de las tres fatales hermanas cuyas voces llenan la habitación, abre su manto color de la noche más profunda, nos abraza en la nada total de su espacio. Vibra inmóvil sobre nosotros, visible e intangible. Sus ojos se tornan en zafiros purpúreos, y su voz, antigua y salvaje, pregunta qué estoy viendo. “Cada uno de nosotros ocupa el espacio del otro,” le digo, “y ella está aquí por nosotros, nuestra oscura dueña”. Ella sonríe, la escucho decir: “Cuando muera el Señor morirá el Escudero.” No necesitamos nombrarla, simplemente asentimos. Sus manos crean una erupción de sonidos entre mis piernas, libre floto entre las alas de sus dedos, las entrañas vueltas seda y terciopelo.

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