martes, 7 de julio de 2009

POLLAROID 232: FINAL DEL JUEGO

232. FINAL DEL JUEGO

Me encuentro en el Museo de Historia Natural de Nueva York. Recorro las salas del hijo de Rockefeller al que devoraron los negritos de Nueva Guinea, las de los retacos incas que le reventaban la cabeza a niñitos y vírgenes y los plantaban en los picos nevados para darle orgasmos a la Pachamama, y los más que feos aztecas y mayas, que le sacaban el corazón a los prisioneros y les comían el hígado porque ya no sabían de dónde sacar la proteína, todos estos buenos salvajes que nos anteceden y son modelos gastronómicos y culturales, pero afortunadamente no los nuestros, pacíficos tainos armoniosamente proporcionados y calientes como conejos, que por no crear problemas terminaron dándole el trasero a los caribes, la tierra a los españoles y la vergüenza los amerikanos, pero me equivoco, cambiaron de nombre, los llamaban jibaritos, y a esos los eliminó el Prócer con su el estatus no está en issue, como la identidad no está en issue aunque en el Condado no sepan qué es helado de fresa pero ofrezcan ice-cream de strawberry, cultura multicultural hispánica de la isla que se repite a pesar de los antiácidos.

Pero ya no existe el Condado ni existe Lares ni existen los jíbaros, ni existe el Caribe, se los tragó la ola. Ando buscando un recuerdo, una huella, y al fin la encuentro. Un cuartito lateral con dos vitrinas. En una, un bohío. Vaya bohío, una casita de Levittown, cajón de cemento con doce pulgadas de patio y cuatro agujeros por ventanas. En el fogón, ollas de Walmart, en la sala, muebles de Home Depot; en la pared, la maquinita de echar fresco. Una mujer abanicándose lánguida, un hombre agarrándose el paquete, un niño maquillado mirándose al espejo. El guardia se me acerca, un latinito aguzao con un bulto impresionante. Arrogante me informa que no son reproducciones. El museo ha logrado conseguir los cuerpos de los últimos puertorriqueños, los ha embalsamado y puesto en exhibición. “Ese,” me confía, “es Pedro Roselló, y ella, un poco arregladita porque ya los gusanos habían hecho su trabajo, nada menos que Felisa Rincón de Gautier, ambos leyendas en su tiempo.” “¿Y el niño?” indago espantado. “No sé,” responde, rascándose la yuca, “pero dicen las malas lenguas que lo llamaban Selena Sirena. Una típica familia puertorriqueña.”

Me acerco a la segunda vitrina. Si uno aprieta un botón puede escuchar “Lamento borincano” por Shakira o “Preciosa” por Los Tigres Del Norte. Reconozco algunos artefactos. Un cemí, un pastel, la masa dura como un ladrillo, una cotorra de la Universidad de Puerto Rico, un video del Banco Popular, una libreta de cupones, un plato de arroz con habichuelas y un bacalaito. Manuscritos inéditos: “El negro Narciso descubre su malanga”de Luis Rafael Sánchez, y “Alabanza en la torre en Manhattan” de Luis Antonio Corretjer. Una carta de Albizu a Luis Bonafoux con la frase que por siglos definió la identidad nacional: “Siempre he dependido de la caridad de extraños.” Unos Calvin Kleins con mantras budistas y unos boxers con la foto del Che. ¿Qué? No puede ser. “Costaron un cojón y vienen del Japón. Ricky Martin y Lucecita.” “Tú pareces muy informado.” “¿Cómo no lo voy a estar, si me crié en el Barrio? Mis bisabuelos fueron Miguel Piñeiro y Esmeralda Santiago. Esto es lo único que queda, pa’ que lo sepas.”

Me da un agotamiento diabético y de repente estoy de nuevo en mi covacha de la Quince. Agarro el control remoto y sintonizo el Weather Channel, porque el cielo se ha puesto color hemorroide y hay una calma chicha. Aparece el meteorólogo, un poco pálido: “Lamentamos informarles que nos llegó el turno y nos hemos jodido. Perdónanos Al Gore por no haberte hecho caso. Una ola no previamente detectada se abalanza sobre nosotros. Pónganse a rezar si eso los cal. . . .”

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